Con la publicación en 1486 del Malleus Maleficarum (El martillo de los brujos), de los alemanes Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, recuerda Fernando Ortiz en su maravilloso estudio Brujas e inquisidores que las mujeres y hombres asociados a las prácticas de Satán se incrementaron. El libro no solo sirvió de manual decisivo a los demonólogos, sino que su lectura activaría la ojeriza de acechadores. Sus víctimas llegarían a decir lo que aquellos quisieron escuchar. Era de herejes la negación de la brujería. De un momento a otro, los primitivos conocimientos de curación de paridoras y yerberas terminaron asociándose a secas con maleficios y perjuicios contra la humanidad.
Silvia Federici, autora del ya clásico Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, defiende la teoría de que la caza de brujas se conecta con el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo, la cual vino a limitar más a las mujeres y confinarlas al trabajo reproductivo en los comienzos del capitalismo. De hecho, los documentos históricos refuerzan sus planteamientos: «La caza de brujas alcanzó su punto máximo entre 1580 y 1630, es decir, en la época en la que las relaciones feudales ya estaban dando paso a las instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil»[1]. Un siglo antes, con La bruja, Jules Michelet intentó —y admitamos que en parte lo logró— enaltecer la figura de mujeres vituperadas, perseguidas y abrasadas en su totalidad, si bien el historiador francés tuvo a menos respaldar el derecho de emancipación de las mujeres del siglo XIX.
El cuestionamiento de una lengua diferente (euskera), la festividad de la juventud sin la presencia justificada o no de hombres de una región marítima, entre otras razones, familiarizan al espectador con el conflicto de las muchachas de Akelarre (2020), el drama de Pablo Agüero. Un drama que no principia necesariamente de la individualización de personajes. Se trata más bien de condensar un fenómeno colectivo —el de la brujería— incentivado por esas adolescentes que intentan asumir para esa temprana modernidad (siglo XVII) una distinta visión del mundo. Si de todas maneras nos consideran brujas, aunque lo neguemos, por qué entonces no nos divertimos un poco con ellos. Es lo que una de las protagonistas le convida a hacer a sus amigas. Confinadas, y algunas distantes de las demás en un momento, se unen en un canto que conecta con una secuencia tremenda de Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019) e incluso, por el apego entre ellas, con Las niñas (2020), de Pilar Palomero.

Akelarre reivindica una mirada contemporánea, en clave feminista, de un suceso que pudo haber acontecido en el País Vasco. Cuanto se infiere y refiere en sus inicios por las conversaciones entre las chicas, y entre ellas y los verdugos, los ensañamientos contra sus talantes y cuerpos (desarreglo y despojo de vestiduras, cortes de cabellos, torturas) cobra mayor interés cuando Ana (Amaia Aberasturi), una de las acusadas, se declara bruja. Advierte que, con su belleza y denuedo, ha atraído la atención del juez Rostegui (Àlex Brendemühl). Le ordenan a ella bajar la mirada, pero él le pide que lo mire. Empieza aquí un entretenido y peligroso juego de narración oral, donde inventar representa el sacrificio personal por la conservación de unas cuantas vidas. Con anterioridad, una de las amigas le ha preguntado: «Ana, ¿cómo haces para contar tantas tonterías por día?».
El placer de la confesión de la víctima principal se articula a partir de lo preconcebido. Pero al tomar distancia de lo que en verdad sucedió y personificar a la supuesta bruja, su relato ampara una artimaña discursiva contra el poder gubernativo, que terminará haciendo cuanto le plazca, pero precisa antes aguzar los oídos frente al testimonio de una declarante directa. Por las imágenes que acompañan la voz en off de Ana nos percatamos de cómo ella afecta adrede la realidad vivenciada para entretener y condicionar, cual influjo valedor, lo que la historia oficial inscribirá. El personaje se instala en territorios de la burla representativa de lo (im)popular para desautorizar a los agentes legales de la represión. Mas, ¿se vale desautorizar por guasa o crítica —esto último, en caso muy lejano de poder hacerlo— lo que no comprende como tal el burlado? Ana cree que sí: el desprecio a quien la violenta le basta a sus adentros. Ella arma el teatro y se sienta para ver como su iniciativa e imaginación se dan la mano para engañar al representante de las ordenanzas represivas. A estas alturas de avanzado el largometraje, a uno como espectador no le queda de otra que creérselo también.

Ahora, ¿al considerar el director «los conceptos de experiencia traumática, de transmisión intergeneracional, de testimonio, de familia y de género»[2] se acoge al concepto de posmemoria? Negarlo tal vez suponga limitar los vínculos de la ficción con los intereses ideoestéticos y culturales en general con cómo asimila la historia un cineasta como Pablo Agüero. Se puede asociar la posmemoria a autonomías escriturales y registros fílmicos en los que destacarían las biografías o testimonios sobre una figura histórica y hasta literaria concebidos por un «ajeno» autor o documentalista curioso, respectivamente, sin que las cartas de triunfo o las garantías de validez sean los lazos consanguíneos y similares asistencias epocales. La posmemoria no puede depender sin más de cómo dos generaciones sucesivas se conectan, pues los recuerdos, o mejor, las interpretaciones y figuraciones del pasado de quienes (sobre)viven serían los primeros impulsos para reactivar y recorporizar diferentes visiones de la historia por encima de efemérides exactas.
Sin descuidar el preciosismo visual de las primeras y posteriores escenas, hacia la mitad de la trama, Agüero lo da todo para vigorizar el punto de vista de Ana-Sherezade. Akelarre quiere evidenciar su título y se vuelve pura performatividad e ilusión.
[1] Silvia Federici: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva. Traducción: Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza, Traficantes de Sueños, 2010, p. 226.
[2] Belén Ciancio: «¿Cómo (no) hacer cosas con imágenes? Sobre el concepto de posmemoria», Constelaciones. Revista de teoría crítica, número 7 (diciembre, 2015), Madrid, p. 505.