Drive My Car (Doraibu mai kā, Ryūsuke Hamaguchi, 2021) es una película de duelo, remordimiento, sanación, redención y liberación. Y está habitada además por una cohorte de fantasmas poderosos —sin que para nada sea una película «fantástica»— que a la manera de la Rebecca de Daphne Du Maurier son presencias casi palpables que determinan las existencias de varios de los personajes luego de abandonar la vida. A la vez, resultan espíritus tutelares y benevolentes que los acompañan en sus vías dolorosas de autorredescubrimiento como seres humanos con derecho a ser felices, más allá de las laceraciones pasadas.
Al actor y director teatral Yūsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) lo acompaña el fantasma de su hija, quien fue víctima de la neumonía décadas atrás, y la presencia casi feérica de su esposa Oto (Reika Kirishima), fallecida repentinamente durante uno de los momentos más sorpresivos de esta película ganadora de tres premios en el 74 Festival de Cannes (2021): mejor guion para Hamaguchi y Takamasa Oe y los galardones de la FIPRESCI y del jurado Ecuménico.
A la joven chofer Misaki Watari (implosivamente interpretada por Tōko Miura) le pesa sobre sus silenciosas espaldas el fantasma de una madre abusiva que ayudó a cultivar su parquedad distante tras la que se emboza, además de su delicada pericia al timón, demostrada en los constantes viajes que realiza junto a Kafuku hasta el teatro donde este monta su muy singular versión de Tío Vania (Antón Chéjov, 1899) —arco argumental que también revela Drive My Car, basada en el cuento homónimo de Haruki Murakami, como una película sobre el poder bienhechor de la comunicación, más allá de la ilusión arbitraria que resultan las barreras sociales, culturales, nacionales.
Volvamos a los fantasmas. El auto rojo que hace más de quince años conduce Kafuku, quien se resiste a que otras personas lo manejen hasta que aparece Misaki, es otra suerte de fantasma. O casa embrujada con ruedas. O máquina del tiempo, cuyo compás siempre apunta al pasado. Quizás es una reencarnación de La carreta fantasma (Körkarlen) —novela de Lagerlöf (1912) y película de Dreyer (1921)—, que ha reclutado a un nuevo carretero, pero ahora solo parece dedicarse a recoger una y otra vez la misma alma.
Es, en última instancia, la materialización de la brega encarnizada que el teatrista sostiene contra el arribo del futuro, contra el indetenible y sanador paso del tiempo, que echa capas y capas de nuevos recuerdos, experiencias y vida sobre las heridas pretéritas. Muchas veces estas capas son de sal o fuego, que reavivan el dolor ingente original a la vez que ayudan a cicatrizar con eficiencia.
El auto, cuya rojez extrovertida Hamaguchi se encarga de resaltar todo el tiempo sobre el panorama plúmbeo donde priman los blancos, los grises, los negros y otros tonos sobrios, es también su último bastión contra el mundo que lo abraza y abrasa con su aluvión de nuevas experiencias, posibilidades y cariños. Es un ente antitético, pues, aunque por su naturaleza motora se asocia simbólicamente al movimiento, y por ende al cambio o la evolución, este Saab añoso de Kafuku remite al estatismo, al estancamiento, al enconamiento, cual exoesqueleto férreo que ciñe dolorosamente la vida del artista, y la sitia sin posibles escapes.
Pudiera equipararse este vehículo con una iron maiden autoimpuesta, cuyas púas torturantes se presentan en la forma de un casete donde Oto le ha grabado el libreto de Tío Vania, para que Kafuku repasara sus líneas como el protagónico Iván Petróvich Voinitski (Vania), las que han sido suprimidas con este objetivo. El resto de los personajes de la obra —Serebriakov, Elena, Sonia, Ástrov, Teleguin, María, Marina, el mozo— son encarnados por Oto. Son otros tantos fantasmas. Cada palabra de la esposa desaparecida es una ponzoña que el teatrista permite que lo aguijonee, mientras repite una y otra vez los parlamentos, como un mantra envenenado.
Así, el montaje de Tío Vania que Kafuku acomete como parte de la residencia teatral que se le otorga en Hiroshima (¿mon amour?) pudiera concebirse como una expiación, una penitencia y hasta una ofrenda (o sacrificio) votiva a Oto. Es otro camino amargo que Kafuku remonta en su viaje hacia el centro de su dolor culpable. Se ha creado una zona de confort espinosa donde reposa acunado por la angustia.
El texto de Chéjov —quizás su más genial creación y también la más abisalmente sombría, con su ctónico festín de frustraciones, cuyo epítome es precisamente Voinitski— se alza ante Kafuku como un espejo que le devuelve su amargura, que la comparte, que le ayuda a sobrellevarla como gesto catártico. Como eco intemporal de su dolor, que es futuro respecto a Chéjov. Pero de eso se trata la condición de clásico. De pertenecer a un no-tiempo donde todos los habitantes de todas las épocas subsiguientes podrán encontrar resonancias de sus vidas.
El auto rojo rueda, se mueve, pero siempre sigue meticulosamente la planificada y predecible ruta del círculo vicioso. Recorre un sendero urobórico, de eterno retorno, de perpetua mortificación. El actor es un Sísifo autoconsciente de lo vano de sus esfuerzos por llevar la piedra hacia la cima. Más bien la empuja hacia una sima igualmente inalcanzable, interminable.
Watari parece igualmente conducir vehículos arriba y debajo de Hiroshima en un estancado periplo alrededor de sí misma. Tal vez en pos de purgar sus culpas relacionadas con la muerte de su madre. Al ponerse frente al timón del Saab rojo de Kafuku, la joven se sube a esta barca de Caronte varada, aumentando su población de fantasmas y lamentaciones. Incorporándose a esta peregrinación luctuosa infinita.
Al inicio parece una usurpación del espacio vital (letal) de Kafuku. Las parquedades del artista y la chofer colisionan en el interior del auto, convirtiéndolo en una claustrofóbica caja de resonancias. Dentro de este solo se habla de muertos. Oto es el tema predominante. Su voz y sus secretos, algunos de los cuales posee el joven actor Kōji Takatsuki (Masaki Okada), que inicialmente interpretará a Vania en la obra. Luego, Watari comienza a hablar de sus muertos y de sus muertes. Gana el derecho de participar en el círculo atormentado de Kafuku.
Sin pretenderlo el actor, la penitencia del montaje teatral va derivando delicadamente, con sutileza espectral, hacia la sanación y la redención. Sin pretenderlo Misaki, su deriva circular la reconduce al enfrentamiento con su pasado y el saludable distanciamiento de este. Deja atrás a su madre, sus penurias, sus soledades. Ambos personajes varían paulatinamente el itinerario, y de repente se rompe su ciclicidad viciosa. Las fauces de la serpiente del uróboros libera suavemente su propia cola; sus extremos deciden apuntar hacia otras direcciones, hacia lugares de donde se viene y a lugares a los que se va. Hacia lugares a los que se regresa y se visita.
A la par, Tío Vania evoluciona, de una lectura de libreto gélida, ajena, entre intérpretes de diferentes hablas asiáticas (japonesa, china, coreana) —incluida la actriz muda Lee Yoo-na (Park Yu-rim), que utiliza la lengua de señas de Corea—, hacia una armónica y orgánica Babelia, amalgamada por el entendimiento sentimental y el diálogo emotivo. Se convierte en una grácil elegía u oda a la comprensión entre los seres humanos, a la dimensión humana que se alza más allá del dolor y desde el dolor.
Los fantasmas se van diluyendo poco a poco. Su difuminación allana el camino hacia la felicidad a quienes no les permitían fugarse hacia las esferas tenues que les corresponden. La carreta fantasma se pone en lontananza, junto con el sol negro del desconsuelo.