Puedo afirmar con rotundez que Isabel Santos marca un antes y un después en la manera de actuar en el cine cubano. Nunca antes existió una actriz que hiciera de la contención y la sobriedad toda una expresión actoral para mostrar una verdad en tan disímiles y singulares personajes. Esa fue la impresión que tuve de ella cuando la vi por primera vez en una serie televisiva, Pasos hacia a la montaña, muy joven ella, por 1979.
Fernando Pérez es el director que más veces la ha dirigido: en La vida es silbar (1998), La pared de las palabras (2014) y su ópera prima, Clandestinos (1987), donde fui asistente de dirección y ella protagonista. En esta película pude aprender de cerca cómo manejaba la complejidad del proceso de actuar. Recuerdo que, ante una escena de mucha intensidad, hacia el final, cuando la policía tirotea inmisericordemente el apartamento en que ella, su novio y un amigo se esconden, minutos antes de filmarla, momento en que actrices y actores se apartan buscando a ultranza la concentración, a mí me parecía que ella estaba demasiado relajada, sentada y conversando animadamente con alguien del equipo. Cuando todo estuvo listo para dar la voz de acción, con una naturalidad tremenda, pero sencilla, aquel cuerpo dejaba la laxitud aparente y se convertía en otra cosa totalmente distinta. Me deslumbró viendo que «por corte» entraba en la situación dramática requerida. Ahí está Clandestinos para comprobar que no hay excesos de elogios en lo que vi y nunca olvidé; la profesionalidad de una actriz, que lo es bajo cualquier circunstancia.
Isa, como le llamamos en el gremio de cineastas, fue y sigue siendo una de nuestras actrices más demandada. Y nótese que no la califico con términos como «monstruo de la escena», «la más cotizada» o «la de más caché», porque donde hay rigor como actitud ante el trabajo sobran tales calificativos, que siento que están más del lado de la frivolidad. En todo caso, porque esa demanda es el resultado de su trabajo en pantalla, de una creatividad que, percibo, está signada por el verbo «retar».
No estoy seguro de quién reta a quién, si ella a sus personajes o viceversa. Solo me interesa que se conozca que ella es una actriz que le pone el extra, ese que jamás aparecerá escrito en guion alguno. Es como un aporte que desborda la también socorrida «entrega», pues definitivamente se trata de un plus muy deseable por aquellos directores que más que hablar, nos esforzamos por escuchar. De manera que sin importarle si está ante un protagonista o un personaje de reparto, ese reto es la única alternativa con que ella parece contar para producir una verdad artística.
Si nos fijamos bien, es una actriz sin fronteras. Lo mismo nos marca para bien con un personaje en la televisión, que en el cine. Lo que rigurosamente no siempre sucede, que en ambos medios una actriz tenga una carrera nutritiva.
Precisamente por eso la llamé para El Benny (2006), donde ella asume un personaje inédito en su larga carrera, una cantante decadente, especie de mujer fatal del mundo del cabaret en La Habana de los años cincuenta, concebido por mí especialmente para ella, pero con un enorme reto: cantar un bolerón, para luego en el rodaje doblarse a sí misma. Nunca antes había puesto su voz de contralto para cantar, ni había usado una boa, y menos para lanzarla al piso y recogerla con «glamour» sin dejar de cantar, tampoco llevar plumas y lentejuelas. Parece fácil, de ahí que, con susto y nervios, sus mejores combustibles, ella bordó un personaje auténtico en el que el oportunismo disfrazado de ternura intenta alcanzar lo que con la música nunca podrá.
Luego volvimos a trabajar en Cuba libre, donde se enfrentó a otro personaje inédito, pero de mayor peso dramático, y, otra vez, escrito por mí para ella; la maestra conservadora que, en 1898, en los tiempos de la intervención norteamericana en Cuba, se empeña en educar a un grupo de niños bajo rígidos, aunque dudosos, preceptos moralizantes.
Isabel, que nunca había hecho un personaje de nuestro siglo XIX, por primera vez se «vistió de largo», como le oí decir, por el vestuario de época, y le aportó a esa maestra matices, como cuando le subió la parada al mentor, el padre católico, al ser ella radicalmente más intransigente que él, cuando ve que de proespañol se pasa al bando de los interventores.
Puedo afirmar con rotundez que Isa es de las actrices que, una vez leído el guion, le sube la parada, haciendo crecer a su personaje. No se queda en lo que está escrito, sino que camina unos pasos hacia adelante, hacia atrás, extrayendo lo que no se ve, lo que no se escribió, pero que, descubierto por ella, seguramente hace falta. Para el director abierto a la inteligencia de los actores es una maravilla trabajar con ella.
Humberto Solás, un maestro en la dirección de actores y con quien Isa estableció una entrañable amistad hasta su muerte, la dirigió en Miel para Oshún (2001) y en Barrio Cuba (2005). De elladijo que era una actriz todoterreno, capaz de hacer cualquier personaje.
Dos de sus últimas apariciones, en Ya no es antes (2016), de Lester Hamlet, o en Vestido de novia (2014), de Marilyn Solaya, indican que transita por una etapa de inusual experiencia creativa. En esta última película me quedé con ganas de seguir viéndola en su personaje. Tanto, que da la impresión deque el montaje hubo de equilibrar sus apariciones para que no terminara robándose el show.
¿Es posible que el ánfora actoral ya no la contenga, y que necesite lanzarse por otros ruedos, los mismos que en los últimos años la han llevado a realizar varios documentales, y que sé que no parará hasta hacer un largometraje de ficción? ¿Perderemos a la actriz y ganaremos a la directora?
Mientras llegan esas y otras decisiones, lo verdaderamente trascendente es que detrás de sus personajes todavía habita una actriz indetenible, cuyo amplio arco dramático nos hace falta, porque nos sigue retando.