Orlando Rojas (realizador)
Obstinación y coraje: buena definición para toda la obra de Raúl Pérez Ureta. Papeles secundarios es la primera hija de aquel maridaje entre obstinación y coraje. La película no hubiera sido lo que es sin el trabajo de Raúl. Su talento logró fusionar texto, puesta en escena y presencia escénica en una atmósfera única e indisoluble que elevaba el filme a una escala estética superior.
La atmósfera expresionista del filme implicaba una iluminación muy marcada, pero en ese momento el ICAIC solo contaba con un equipamiento de iluminación extremadamente pesado y anticuado. En aras de evitar el movimiento de equipos tan pesados (no por casualidad llamados «brutos»), la puesta en escena tuvo que pautarse desde la prefilmación. Para ello, el equipo de dirección elaboró un guion técnico con una estricta determinación de los planos a filmar por escena, una descripción de los movimientos de actores y cámara plano por plano, el dibujo de las diferentes imágenes (storyboards) que recorría la cámara en cada plano y las plantas de la puesta en escena (movimientos de la cámara y de los actores, principalmente). Durante las sesiones en que discutimos la puesta en escena, Raúl Pérez Ureta esbozó cerca de dos mil dibujos y planos, que religiosamente traía a la mañana siguiente, reelaborados a todo color. De la misma manera que un arquitecto imagina y distribuye las ventanas, Raúl tuvo que hacer los croquis de la iluminación, locación por locación.

Además de la experiencia, la sabiduría, y el talento, Raúl tenía algo que suelen tener poquísimos directores de fotografía: su devoción al trabajo y meticulosidad venían convoyadas con una mezcla perfecta de amabilidad, fino humor, modestia y respeto. Si Dios en efecto existe y no contrata a Raúl como director de fotografía, a Dios también lo ha infectado la insensatez y la insensibilidad, el más contagioso y universal de los virus contemporáneos.
Mario Crespo
Pasaron dos años en los que Raúl rodó Un señor muy viejo con unas alas enormes, de Fernando Birri, y nada menos que Papeles secundarios, de Orlando Rojas, y llegó mi turno de nuevo con él. Era 1990, Humberto Solás llama a su grupo de creación, que surgió de la brillante y descentralizadora idea de Julio García Espinosa de crear tres grupos en los que muchos fotógrafos, productores, asistentes, anotadores y nuevos realizadores tendríamos la oportunidad de demostrar habilidades, trabajar y crear junto a consagrados, como lo era ya Raúl Pérez Ureta. Solás propone una película formada por cortos con el tema de la mujer. Yo presenté «Zoe» para el largometraje Mujer transparente. Con una idea de Kiki Álvarez, guion de Osvaldo Sánchez y el análisis dramático de Carlos Celdrán, me vi de nuevo ante Raúl pidiendo que se me uniera. Como siempre, acogió mi propuesta como si fuera a compartir un trabajo con Fellini. Yo, un novato realizador de poca experiencia, hablaba y hablaba y Raúl me escuchaba y hacía propuestas cortas y eficaces sobre la fotografía y la cámara que me sumían en el silencio y en un entusiasmo inspirador.
El corto era un gran reto para mí, por ser un debutante, y porque tenía que realizarlo en un escenario muy pequeño, un garaje de una casa residencial donde vivía, refugiada y huidiza, la protagonista. Para Raúl, aun con su gran experiencia, no dejaba de ser difícil, pues deseábamos sonido directo y la casa escogida estaba en una esquina de la avenida 26 en El Vedado, y cada vez que el semáforo giraba a luz verde, los motores irrumpían atronadoramente en los micrófonos, por lo cual los sonidistas cubrieron la enorme puerta levadiza del garaje con gruesos colchones para aminorar el ruido exterior. Funcionaba dramáticamente para el encierro de la protagonista el hecho de que no entrara ni un rayo de luz en su refugio, pero el calor era insoportable, y poner luces y angular en un espacio tan pequeño resultaba un desafío para la fotografía y la cámara. La paciencia y buen carácter de Raúl se puso a prueba. También su capacidad creativa para acomodarse al guion y resolver la iluminación.
Mayra Segura (realizadora)
El corto «Adriana», del largometraje Mujer transparente, fue mi primer y único trabajo de ficción como realizadora. Pérez —como cariñosamente le decía— y yo habíamos trabajado mucho juntos. De hecho, habíamos trabajado en un documental poco de antes de que se aprobara «Adriana», y yo, que adoraba trabajar con él, corrí a buscarlo. Teníamos pocos recursos, pocos días de rodaje y una historia difícil. Solo él podía desentrañar las muchas ideas que con relación a la imagen yo tenía, y nadie como Pérez para hacerlas realidad. Además, él ya conocía la historia (basada en la vida y los sueños de una tía solterona de mi madre), y enseguida se «compró» el proyecto.
Fueron muchas horas de trabajo discutiendo el guion. Unas veces terminábamos felices y otras, sentía que me odiaba. Mis dudas, mis miedos lo desesperaban, pero el cariño y el respeto lo superaron todo. De ese trabajo salió un storyboard exquisito, que fue la base que nos permitió rodar sin dificultad. Nos costó un poco de trabajo encontrar la locación, pues no aparecía el lugar que nos diera la atmósfera que queríamos, pero cuando lo vimos, nos fascinó a los dos. Algo que nos divertía mucho de él era su despiste. Nunca se acordaba del nombre de la gente y la señora de la casa, sola en esa casona (para ella el rodaje era un alivio a su soledad), enseguida nos adoptó y era supercariñosa con nosotros, pero él no podía jamás decirle su nombre. Y cada vez que necesitaba algo de ella, era un show, porque empezaba a tartamudear y a mirar para todas partes hasta que alguien le soplaba en el oído: «Se llama Vicenta». Y eso le pasaba con todos. Ya hasta a la propia Vicenta se divertía con eso.
Yo tenía muchas ideas con relación a la imagen, sobre todo para la secuencia del baile, y no me desalentó, sino que se esforzó realizando mil pruebas con un viejo proyector para lograrlo. Él era especial, disfrutaba tanto su trabajo que no importaba lo difícil que fuera. Si lograba lo que quería, se reía con esa risa de niño travieso que contagiaba a los demás.
Mario Crespo
Recuerdo en el proceso de «Zoe» un momento que define la personalidad de Raúl como artista y como ser humano. El final de la escena de amor, en la que solo se veían los pies de los actores y un pote de pintura que se derrama, contaba como fondo con la ilustración de Hokusai, que Raúl había iluminado de manera que con un dimmer cambiaba la luz de azul a rojo. La escena era de mucho simbolismo entre el pote de pintura derramado y la ilustración que cambiaba a rojo, pero demoraba unos segundos más de lo debido, y Nelson Rodríguez, el asesor de edición, pidió a Lina Baniela, quien editaba, que cortara el plano antes del efecto dimmer, con lo cual se perdía una buena parte de su significado en pantalla. ¿Quién le decía que no a Nelson? Cuando Raúl vio el plano en la sala de edición estuvo en silencio unos segundos, dibujó su clásica media sonrisa y se despidió sin decir palabras. Nunca más dijo algo sobre el tema. Así era Raúl.
Rolando Díaz
Lo recuerdo ocupándose, como un amigo de primera fila, de todo lo que tuvo que ver con el trabajo de corrección de color de mi película Melodrama. Roberto Fernández, Luminito, su director de fotografía, se había tenido que ir de Cuba, y ante su ausencia, fue Raúl quien se ocupó de la revisión final en el laboratorio, trabajo que generalmente realiza el director de fotografía y que permitió obtener una primera copia excelente.
Guillermo Torres (realizador)
No solo era un alma bondadosa, un hombre siempre alegre y dispuesto a ayudar, sino uno de esos raros casos que aun en las más difíciles circunstancias siempre tenía una sonrisa que aliviaba las tensiones. Para mí, fue una revelación el entusiasmo con que enfrentó el trabajo de mi corto de ficción Solteronas en el atardecer. Ya él era un director de fotografía con experiencia y yo era apenas un joven con aspiraciones. Además, Solteronas… debía tener un tono como de sueño mágico, con un toque surrealista, que él entendió enseguida, y me realizó una propuesta que, de inmediato, abracé. Raúl me propuso cambiar la naturaleza de la locación y darle un carácter diferente. En concreto, quiso pintar partes de las orillas del riachuelo con blancos y verdes contrastantes que le dieron a la fotografía un ambiente irreal, perfecto para la historia.
Otra idea que compartimos fue tratar que la luz fuera siempre un fuerte contraluz que le diera a las figuras un halo brillante, algo que en la práctica significó un verdadero dolor de cabeza, porque teníamos que estar moviendo todo el tiempo una enorme lámpara de arco voltaico (la que llaman «bruto»).
Ernesto Granado
Raulito emprende una carrera que lo conduce a ser aclamado por muchos directores y productores por su destacada entrega y sus valores humanos. En los años noventa, después de trabajar de foquista con Mayito en varios largometrajes en Cuba y en el extranjero, yo deseaba y necesitaba operar cámara, y Raúl me brinda la primera oportunidad. Se trataba de Caravana, un proyecto francés para realizar en Cuba con prestación de servicios del ICAIC, en el cual él desempeñó la dirección de fotografía. Después vino Madagascar, de Fernando Pérez. Ese empujón me permite realizar varios proyectos con otros fotógrafos y directores. Llega después la inquietud por la dirección de fotografía, de nuevo aparece Raúl con su mano generosa, enviándome directores que necesitaban fotógrafos para realizar sus obras.
Fernando Pérez
Fue un fotógrafo con el que siempre quise trabajar. No tuve esa oportunidad hasta realizar Madagascar en 1994, y desde ese momento, siempre hemos trabajado juntos. Siento que Raúl es un fotógrafo con una sensibilidad muy especial, que se apropia de los sentimientos que uno trata de trasmitirle y entonces le aporta su propia sensibilidad. En todas las películas que he realizado con él, siento que ha habido una comunicación, un lenguaje, que no pasa únicamente por la reflexión, sino por la intuición —eso que llamo intuición—, y a veces no tenemos que hablar mucho, sino referirnos a otras imágenes, a otras referencias para saber qué es lo queremos.

Recuerdo que, discutiendo durante varios días sobre la atmósfera visual de Madagascar, Raúl y yo ya teníamos las imágenes en la cabeza, pero nos faltaba la referencia, hasta que me acordé de Magritte y viendo sus pinturas dijimos: «Aquí está la atmósfera visual de la película». Es decir, la mezcla de la noche con el día en el mismo cuadro. De ahí vienen los voluntariosos y explícitos homenajes a Magritte, del personaje de Molina, cuando está pintando un cuadro, cual extensión de la realidad: los interiores en un exterior y los exteriores en un interior[1].
Laura de la Uz (actriz)
Lo conocí cuando comenzábamos a preparar Madagascar y me llamó la atención la obsesión que tenía con trasponer la atmósfera del pintor René Magritte a la pantalla. Los actores somos como el observador omnipresente y silencioso de la relación entre el director y el fotógrafo en un filme. Uno pasa, escucha, observa y se siente parte de una relación aparentemente ajena, en la que presencia cada una de esas conversaciones entre dos seres que trabajan mano a mano para dar luz a una película. Entonces yo, con apenas veinte y pocos años, era testigo del comienzo de la relación entre Fernando y Raúl, que por primera vez se encontraban para filmar juntos. Ese hermoso nacimiento que después daría a luz tantas obras hoy indispensables dentro de la historia del cine cubano. Recuerdo a Raúl con su carpeta llena de pinturas de Magritte, que, una a una, comentaba con Fernando. Furtivamente los miraba cuando pasaba frente a la oficina de producción del ICAIC y sentía muchas ganas de poder estar ahí dentro y poder escuchar en silencio esas conversaciones. Creo que mi timidez y mi exceso de respeto a los demás me han privado de disfrutar plenamente muchos de estos momentos que han parido maravillas para la cultura cubana.
Aquella fue la primera vez que observaba el pozo de inspiración de un fotógrafo, y me pareció tan fascinante que yo también me puse a buscar a Magritte, en la soledad de mi casa. Y este hecho me ayudó a entender la atmósfera de la película: aquellos diálogos que tenía con Zaida Castellanos —que interpretaba a la madre de mi personaje—, diálogos sin conexión aparente, como si del otro lado no escuchara nadie, pocas veces enfrentados; esas ganas de escapar a otra realidad, esa desconexión de todo, ese grito de auxilio ahogado que, en definitiva, es toda la película.
Cuando filmamos la secuencia de la azotea yo tenía mucho miedo de pararme en el filo de aquella baranda, pero miraba hacia abajo y tenía al director de sonido Ricardo Istueta esperando la voz de acción para poner el play y que, de esta manera, yo escuchara en vivo el «Nessun Dorma». Miraba hacia atrás y, más arriba que yo, detrás y encima de una cúpula, como podían, estaban Raúl y Fernando con la cámara de 35 mm, equilibrada sobre aquella forma semiesférica con los contrapesos, y ellos sentados… Todavía no sé cómo. La toma fue larga, duró prácticamente todo el amanecer. Estábamos todos colgados sobre esa Habana donde amanecía un día más en medio del más crudo período especial, tristes, pero felices de poder rodar.
Rolando Díaz
Admiraba profundamente la luz que era capaz de recrear Raúl. Sus encuadres y sus inspiraciones pictóricas, que desarrolló sobre todo en el cine de Fernando y también en el de Daniel, amigos con los que trabajó en innumerables ocasiones. Dando lugar, entre otras, a la precisión y el encanto visual de Madagascar o de la inolvidable Suite Habana, obra maestra de la decadencia habanera.
Arturo Sotto (realizador)
Raúl Pérez Ureta fue una persona clave en mi formación como cineasta, un tutor en el rodaje de Pon tu pensamiento en mí, y ya en Amor vertical compartimos una entrañable amistad que se fundó en el respeto mutuo, el cariño y la profunda admiración que siempre le profesé. La prefilmación y el rodaje se realizaron en condiciones muy difíciles. Raúl me acompañó como un maestro que va allanando el camino del discípulo para evitarle mayores y poderosos obstáculos. El primer día de filmación, la prueba de fuego que podía decidir la continuidad de la película, se enfrascó en una fuerte discusión con el productor del set, porque este quería dar el corte de la jornada de acuerdo al horario establecido. En ese instante se filtraba un rayo de Sol en la locación, que Raúl necesitaba para darle mayor belleza al último plano que rodáramos ese día. «¡Mañana no tendré esa luz, mañana no tendré esa luz!», gritaba a voz en cuello. Con el encabronamientonatural del que ama su profesión, gritaba para que todos entendieran que el cine no es una fábrica donde al pitazo de salida se detiene la maquinaria.

Las tardes que destinábamos a la confección de los storyboards fueron de inigualable deleite, no solo por ser el momento en que se sueña la película —una vez en el set vuelves a poner los pies sobre la tierra—, sino porque se originaban en un espacio creativo donde Raúl me ofreció todas las libertades. Sus storyboards se consideran uno de los primeros bienes que debe conservar la galería del cine cubano cuando las autoridades decidan dedicarle, de una vez por todas, un espacio museístico a nuestra historia cinematográfica.Siempre me preguntaba cómo veía una escena, e íbamos descomponiéndola plano a plano a partir de una idea que yo traía preconcebida y que él se encargaba de matizar, perfeccionar y engrandecer. Nunca me impuso un encuadre ni un movimiento de cámara, sugería y consensuábamos teniendo en cuenta los rigores del plan de filmación. Su sello personal puede estar en el tratamiento de la luz, pero hasta eso es discutible, porque cada una de sus películas se ajusta a lo que demanda la historia, el espacio y la visión que el director tiene del filme que quiere hacer.
Erick Grass (director de arte)
Vincular mi carrera a la industria nacional de cine me ofreció la oportunidad de compartir trabajo con Raúl como profesional de larga experiencia y el hombre amable que fue, muy humilde para reclamar elogios o vanagloriarse de su oficio. Nuestro primer encuentro artístico fue posible al formar parte del equipo de Pon tu pensamiento en mí. Arturo Sotto y yo proveníamos del Instituto Superior de Arte, y empezábamos nuestro primer largometraje ávidos por nuestra juventud, con la mira alta y desbordada de referentes teatrales, plásticos y fílmicos. Raúl tuvo la gentileza de aceptar estar en la película, a pesar de otros tantos que por recelo no estuvieron. Él traía su bolsa plástica llena de lápices de colores y marcadores a cada encuentro de prefilmación y esbozaba extraños garabatos que intentaban describir los encuadres y movimientos de cámara elaborados que en su imaginación se fraguaban. Su manifiesto estético tenía de storyboard y de cartografía.
Fernando Timossi (realizador)
Pensé que convencerlo sería la parte más difícil. Yo conocía su obra, por supuesto, y él no sabía de mí, salvo que era un camarógrafo a punto de dirigir por vez primera, que se había quedado sin fotógrafo. Todo el proceso de filmar el corto Blue Moon tuvo mucho de escuela; esa facilidad primera, esa calma proverbial de Raulito: esa indulgencia elegante que tuvo hacia mí fue trastocándose en rigor, en una obsesión que superaba con creces la mía. Tuve que pelear cada plano, justificarlo dramática y fotográficamente en esas horas de guion técnico. Mi respiro duraba el tiempo necesario que le tomaba dibujar el storyboard que iba conformando, dibujos que hasta hoy guardo: porque me gustan, porque me traen de vuelta a esas lecciones, y de paso traen también al amigo. Un solo plano no logré argumentar, y también con este fue indulgente. «Entonces —me preguntó—, ¿ese plano va porque a ti te sale?». Tras unos segundos en que buscaba una manera respetuosa de ripostar, no encontré sino su sonrisa cuando dije: «Sí, maestro, porque a mí me sale».
Blue Moon era una película literaria en exceso, con el agravante fotográfico de filmar las mismas locaciones en su esplendor y su deterioro de treinta años transcurridos, donde personajes de ese pasado dorado realizaban una pregunta que respondían los actores tan envejecidos como los decorados; sin ese guion técnico nos hubiéramos perdido entre el pasado y los años que vinieron.
Una noche, a punto de filmar, ordenó encender unas lámparas de relleno que había mandado a colocar a costa de mucho trabajo desde azoteas a ambos lados de la calle. Me sorprendió el golpe de luz. Algo de la atmosfera que yo buscaba se había perdido, y me atreví a preguntarle por lo bajo si no podíamos rodar la escena prescindiendo de esas luces. Me miró detenidamente unos segundos, luego gritó el nombre de uno del equipo de luces apostado en la azotea: «¡Túmbalas!». Esa noche agradecí su valentía.
Arturo Sotto
Muchos lo consideran un maestro de la luz, como suelen nombrarlo en muchas publicaciones que recogen la labor de los más importantes fotógrafos del mundo.Para otros (los luminotécnicos del ICAIC), su fama radica en lo agotador que resultará el rodaje en el cual Raúl se encargue de la dirección de fotografía. No tendrán casi tiempo para sentarse en el camión de luces a ver las mujeres pasar y extenderles un piropo; siempre habrá una lámpara que acomodar. Y si el rodaje es a pleno Sol, seguro se le ocurrirá tender un paracaídas para tamizar la luz.
Erick Grass
Los iluminadores le tenían aprecio, pero les temían a sus iniciativas en los complicadísimos montajes que pedía en los sets, pues era de la opinión de que cada plano debía ser una obra de arte. Al menos en las primeras películas que realizamos juntos, era conocido por vaciar los almacenes de iluminación en busca de lámparas de última generación y otras obsoletas por su peso, edad y poca manejabilidad, pero que le resolvían efectos luminosos que solo su ojo era capaz de definir. Pedía con cariño, un poco apenado, pero sin cejar en su propósito. Era amante de las filmaciones nocturnas, de los efectos físicos visuales, por lo que en sus rodajes no faltaba una pipa de agua para mojar las calles y reflejar la luz o crear lluvias para redondear un momento dramático.

Arturo Sotto
En el afán de conseguir la mayor excelencia en su trabajo, se esmeraba mucho en el diseño de luces de cada secuencia. Como él mismo expresara, la tradición en el ICAIC reconocía las virtudes de la fotografía en función de la cantidad de lámparas que se montaban en el set y el refinamiento en la intensidad de la luz. Con el tiempo se percató de que esos valores estaban errados y se fue ajustando a las necesidades de la historia que debía contar. Pero eso no evitó que algunos luminotécnicos se vengaran de sus montajes de luces, en lugares de difícil acceso, con maldades casi carcelarias. «Ese fue el hijo de puta tal o más cual… —me decía—. Deja que lleguemos a la secuencia del edificio López Serrano para que tú veas lo que les va a caer encima». Se refería a la secuencia de Amor vertical en la cual los personajes se quedan encerrados en el elevador y en el exterior se arma el acabose. Esa secuencia en particular llevó un montaje de luces en extremo complejo. Si sigo desenredando anécdotas no voy a acabar, los recuerdos se agolpan, como las penas, con todo el sentimiento.
Erick Grass
Fue un jodedor criollo. Preparando Amor vertical, durante la visita técnica de locaciones, cada departamento iba describiendo sus necesidades y los asistentes de dirección tomaban notas para desencadenar la producción. Al final del día, nos reuníamos el equipo de dirección y producción para resumir. Un día Raúl saca un cuaderno de notas y dice: «Hoy aprendimos varias palabras: arco mixtilíneo, ménsula…», y otras tantas que había dictado yo como director de arte a mi asistente para el montaje escenográfico. Se había tomado el tiempo de anotar las palabras rebuscadas que dije para gastarme una broma. A cada rato decía para molestarme, jovialmente, que el director de fotografía es como un hermano del director, y el director de arte viene siendo como un primo segundo. También decía que el fotógrafo es el ojo y el director de arte, la pestaña.
Isabel Santos (actriz)
Mí primera película con Raúl fue Lejanía (la segunda en la que actué), en la cual él era el operador de cámara, y Mayito, el fotógrafo. No nos volvimos a encontrar hasta que Fernando me llamó para La vida es silbar. Pienso que para los actores, como para el fotógrafo, esta era una película muy complicada por lo que pretendía Fernando, y en mi caso, por tener que filmar en un globo.
Ya Raúl tenía mucha experiencia acumulada. Siempre le dije Raúl o Raulito, no maestro, como los técnicos cuando se dirigían a él. La gente lo veía con distancia, pero yo, como un compañero de trabajo más, con la confianza de que podías desnudarte, de que ese fotógrafo te cuidaría, igual que como con hacía el Pavo conmigo. El gran desnudo que he hecho en el cine fue en La vida es silbar, y recuerdo que antes de filmarlo hablé con Fernando y con Raúl y les dije que no quería verme desnuda. No sé cómo él diseñó el encuadre de forma tal que no me viera desnuda totalmente.
Erick Grass
Cuando filmamos Kleines Tropicana, del realizador Daniel Díaz Torres, fue importante la propuesta de Raúl de utilizar diversos formatos fílmicos para graficar los períodos históricos por los que atravesaba la película, así que filmó las secuencias de los años setenta con película ORWO recuperada, con una cámara digital no profesional para las imágenes tomadas por el personaje del turista alemán que desencadena la trama, y realizó pedidos insistentes de corrección de color en los laboratorios para escenas del búnker nazi de la Segunda Guerra Mundial. Como resultado, la película aúna texturas caracterizadoras de las épocas retratadas para dar verosimilitud a los hechos narrados por la ficción. Sacó partido a los ambientes de cabaret, las oficinas policiales, los interiores personalizados de los protagonistas, cada uno con un detallado dominio de la luz, muestra de su oficio como fotógrafo.
Daniel Díaz Torres (realizador)
Kleines Tropicana se puede considerar una obra un tanto recargada visualmente. Pero es algo que busco de forma deliberada. El trabajo fotográfico es bastante ecléctico, y se hizo así de forma intencional. No se puede decir que se buscó un preciso estilo fotográfico. Formaba parte del juego de la película, de la propia trama, la variedad de estilos fotográficos que se van integrando a lo largo de la película.
Después, en Hacerse el sueco, concebimos un estilo más homogéneo, cercano al naturalismo, con una fotografía no embellecedora, de tonalidades verdosas, que podía hasta recordar el Sovcolor de las películas soviéticas, y en el cual, a su vez, buscamos referentes pictóricos en las composiciones urbanas de un pintor como Hopper. En Camino al Edén, Raúl Pérez Ureta y yo nos planteamos, siendo un drama decimonónico, un estilo deliberadamente más reposado y hasta «académico», pudiéramos decir, como pensamos que lo requería esta historia. Uno de los aspectos a destacar en Camino al Edén es la dirección de fotografía, sobre todo en los interiores iluminados con velas, que ofrecen una gran autenticidad y cierto clima dramático[2].
- Lee Raúl Pérez Ureta la grandeza de la humildad (III)
- Lee Raúl Pérez Ureta la grandeza de la humildad (IV y final)
[1] Mercedes Santos Moray: La vida es un silbo: Fernando Pérez, Editorial ICAIC e ARCI UCCA, La Habana, 2004, p. 101.
[2] Cecilia Crespo: «Del pueblo de Maravillas al Edén»: Cartelera de Cine y Video, septiembre, 2006, p. 2.